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¿Existe el mundo que pretendo cambiar? Y yo, ¿existo?
Si el mundo pasa sin dar bola debe ser que no existo,
no estoy, no importo. ¿Se puede cambiar el mundo siendo poco, pesando menos que “un saco de cabritas”?
Pretendo cada instante, cada centímetro recorrido sea verdadera aventura de la laboriosa existencia y oportunidad para cambiar algo de mí.
Uno no tarda en percibir que, para que el mundo cambie, debe cambiar primero. Pero quién soy, por qué debo cambiar, qué tan imperioso es cambiar. No lo se. Ni lo quiero saber. Sólo pretendo adivinar que soy el otro, el conviviente de mi mismo.
Nos preparamos para ser lo que decimos, lo más parecido posible a lo que debemos. Nos preparamos para sobrevivir a cada rato al asco que nos damos; nos preparamos para perfumar, teñir, maquillarn, para oler a desodorito antes que a mierda cotidiana… y la ciudad con su vorágine nos observa, estática, como a una hormiga más del agujero.
Mi ciudad huele a la quema que desarrolla en las tomas tentáculos y sudores viscosos donde surgen las casas de telas, plásticos, palos y transforman, a cachetazos noveles constructores de nidos en expertos del ladrillo y el cemento.
Mi pequeña ciudad se estratifica periférica. Concentra en el núcleo, camuflados, políticos mafiosos, traficantes y otras calañas mal paridas por el sistema en ejercicio.
En mi ciudad del sur del mundo los malos se adueñaron de los ríos, las escuelas, los pozos de petróleo y la piel de los niños que cruzan infartados el presente.
La ciudad se llenó de racistas foráneos servidos por escasos nativos con orejas, los pocos que las conservaron fingiéndose europeos.
No todo está perdido. En las rutas florecen los piquetes y en las plazas y radios se renuevan llamados a la acción.
Amo el paisaje que desaparece. La único intacto, que perdura, es la voz ahumada de neumáticos de mi amigo tanguero, “El Jetonazo Leo Castillo”, lo demás es comparsa, patético carnaval de la infamia.
Cuando me cruzó el rostro el cachetazo aquel, y el pecho me dolió como nunca, mi amigo el intachable había partido apenas después de aparecer en una calle del pueblo
a recordarme que lo que no te mata te fortalece.
Recuerdo con nostalgia al Juan Bragil.
Ciudad desarraigada, Ciudad en escusado miserable.
Políticos mafiosos, deportistas de moda, intelectuales con cerebros de silicona, caca farandulera, putas de raza, con estirpe. Bajo el ardiente sol compactan el estrechado núcleo social que es prioritario empacar al vacío, exportar a distantes galaxias.
En torno a ellos la multitud de esclavos cantan loas y reclinan sus testas sojuzgadas, en sus nombres matan y si es necesario mueren. Cada instante, un epitafio para el mármol. Historia de exclusión y sumisión eternizada. Ciudad cortina, criolla, disfrazada de inversión y progreso. El arte es una excusa, el pensamiento, la tétrica fachada del crimen ordenado.
De algún modo invasivo aprendí que imaginar la felicidad es arduo, desgarrante y desagradable. Ciudad conchuda que me une, más allá de la angustia y el espanto, a huellas que me arraigan a la historia…
Me pierdo al trotecito entre las bardas pensando en las casas de la infancia, los árboles, las crecidas del río, las implacables tormentas de verano…
Te conviertes en un atroz desierto, cuando abandonan los sueños en fosas clandestinas las nuevas generaciones cuyos recuerdos aspiro, lentamente.
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Biobibliografía
Rubén Boronat (Neuquén/ Argentina, 1950). En tránsito por Chile desde el 94, emprende “Con Alas de Papel” íntima complicidad con la palabra, emoción, compromiso social. Es convocado a espectáculos masivos donde la defensa de derechos humanos, la verdad, la justicia, la igualdad se transforman en bandera de lucha. Siguen “Segundo Vuelo”, “Astillas del mismo palo” (con Natalia Boronat), “Memorias de Guerra”, “PolitiKK”, “Polígono de Tiro”, “Te recuerdo Víctor”, “Atrévete” (con Dilcia Mendoza), “Perfumes de Alcoba”, “Sinfonía de Amor”, “Cacha
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